Carrusel
Carrusel
Hacía aproximadamente 22 años que no subía al carrusel. Cuando era niña, le fascinaba ver aquella sucesión de colores en movimiento; era como estar dentro del caleidoscopio que le había regalado su padre a los 3 años. Le había costado aprender esa palabra casi tanto como aceptar su muerte; el día que supo hacer ambas cosas, supo que era adulta, aunque no no quería serlo. Tampoco quería ser una niña, porque los niños tienen que crecer; incluso Peter Pan tuvo que hacerlo al acabar la historia.
Era de noche y la feria estaba cerrada: Massimo, el jefe del circo, le había dado la llave. Cuando se la dio, retuvo sus manos entre las de él y le declaró su amor ¡Bah! Ella sabía que eso no era amor; el "amor" que profesaba él era como el que ella sentía hacia las motas de polvo flotando frente a su ventana al amanecer. No podía decirle nada: necesitaba ese cariño efímero, por encima de lo mala que se sentía en el fondo; y aunque no lo amaba, le agradecía profundamente el regalo. Así, ella le regaló un tierno beso en la mejilla y su silencio mientras la acompañaba a encender el tiovivo.
El único sonido que se escuchaba sobre las olas del mar era la madera del muelle crujir bajo sus pies descalzos. Todo estaba a oscuras, salvo las luces del carrusel frente a ella. Caminaba ausente, ni siquiera la ruidosa mirada de Massimo la sacaba de su trance. Le venían a la mente los pocos recuerdos que tenía con su padre: "Dime, Rebecca ¿Qué caballito te gusta más?", le decía, acariciando con ternura su cabeza; ella siempre elegía el blanco, incluso esa noche, lo seguía prefiriendo. Subió sola: esta vez no estaban las manos de su padre para alzarla por la cintura y las del hombre a su lado no servían. Una vez todo estuvo listo, Massimo accionó el dispositivo e hizo lo que ella le había pedido: la dejó sola. Se le veía un poco apesadumbrado, pero no, no podía quedarse. Esa noche no.
Poco a poco, la máquina despertaba de su sueño e iba cada vez más rápido. Su cabeza iba al ritmo del caballo: de arriba a abajo, dando vueltas y vueltas. Cómo anhelaba que la seda del vestido se volviese alas de hada para salir volando a jugar con las estrellas (él siempre le había dicho que algún día sería un lucero radiante). Él debía estar ahí arriba: siempre supo brillar con luz propia, incluso cuando se le apagó. Cómo deseaba ya alzarse y alejarse del goteo del suero, de las camas de hospital, del aroma a lejía y acetileno; le repugnaba: era el coro de un pasado amargo y de un futuro insípido. Tan sólo quería bañarse en polvo de estrellas y comer trozos de la luna ¿Era eso mucho pedir?
Más alto, más rápido, rápido, alto, alto...
Poco a poco, la máquina despertaba de su sueño e iba cada vez más rápido. Su cabeza iba al ritmo del caballo: de arriba a abajo, dando vueltas y vueltas. Cómo anhelaba que la seda del vestido se volviese alas de hada para salir volando a jugar con las estrellas (él siempre le había dicho que algún día sería un lucero radiante). Él debía estar ahí arriba: siempre supo brillar con luz propia, incluso cuando se le apagó. Cómo deseaba ya alzarse y alejarse del goteo del suero, de las camas de hospital, del aroma a lejía y acetileno; le repugnaba: era el coro de un pasado amargo y de un futuro insípido. Tan sólo quería bañarse en polvo de estrellas y comer trozos de la luna ¿Era eso mucho pedir?
Más alto, más rápido, rápido, alto, alto...
***
A la mañana siguiente, el conserje encontró a Rebecca colgando del caballo. La noticia apareció a las pocas horas en todos los periódicos de la ciudad. La autopsia develó que la causa de la muerte fue un infarto de miocardio; no obstante , la familia de la víctima exigió que se realizase un estudio toxicológico exhaustivo, tras reconocer públicamente que Rebecca sufría de depresión y había declarado no en pocas ocasiones su deseo de suicidarse; Massimo fue retenido como sospechoso, por ser la última persona en verla con vida. Esa tarde, el muelle estuvo repleto de curiosos mirando el carrusel tras las cintas amarillas; es una pena que nadie viese la estrella solitaria brillando sobre sus cabezas.
Yanil Sabrina Feliz Pache
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