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Mostrando entradas de diciembre, 2017

Memento mori

Memento mori El rumor de la bicicleta rompía el silencio del camposanto. Una niebla espesa y fría vestía esa tarde otoñal con un velo de melancolía. Ella era inmune a esa pesadez que aletargaba con tan solo respirar; aquellos, los que se hacían llamar “vivos”, se quedaron adormecidos junto a las chimeneas de sus casas tristes, casi tan tristes como ellos. Ella quería desafiarlo todo sin que nadie supiese su nombre—por eso no te lo digo, amigo lector—ni sus intenciones: quería absorber al máximo el gusto de la niñez que se escapaba, incapaz de entender el por qué de ese brío desaforado que ni sus compañeros de dientes de leche y huesos de papel entendían. Sus piernitas pedaleaban sin cesar, arrastrándola por rincones solitarios y callejuelas vacías. Así, sin darse cuenta cómo, se vio en un instante junto a los muros que guardaban el cementerio. Sí, era muy valiente, pero ese lugar siempre le había producido un enorme respeto. Le aterraba sobre todo en los días alegres de veran

Huracán

Huracán Recuerdo con nostalgia aquellos días en que todo era más fácil, cuando solía mirar el huracán acercarse. Veía la lluvia caer con deleite, preguntándome por qué lloraba Dios; no entendía nada, tan solo era una niña. Yo estaba sentaba en el sofá; mi madre sostenía mi manita y, con los ojos cerrados, oraba para que se detuviese el huracán. No entendía todas las palabras, pero su voz no tenía esa serenidad con que me deseaba las buenas noches; tras esa plegaria incomprensible, el rumor incesante de la lluvia y el ulular del viento. Mi padre recogía todo lo que podía: libros, ropa, zapatos, papeles importantes… lo ponía en un lugar alto. Yo también quería jugar, hacer como ellos, pero no me dejaron. Llegó un momento en esa atemporalidad tan linda que tiene la niñez, en que el agua empezó a entrar por la puerta; llegó otro momento en que me llegó a los tobillos. Yo no podía ver ni comprender entonces el horror en sus miradas: yo estaba encantada.  Me fui a mi habitación y