Huracán


Huracán


Recuerdo con nostalgia aquellos días en que todo era más fácil, cuando solía mirar el huracán acercarse. Veía la lluvia caer con deleite, preguntándome por qué lloraba Dios; no entendía nada, tan solo era una niña. Yo estaba sentaba en el sofá; mi madre sostenía mi manita y, con los ojos cerrados, oraba para que se detuviese el huracán. No entendía todas las palabras, pero su voz no tenía esa serenidad con que me deseaba las buenas noches; tras esa plegaria incomprensible, el rumor incesante de la lluvia y el ulular del viento. Mi padre recogía todo lo que podía: libros, ropa, zapatos, papeles importantes… lo ponía en un lugar alto. Yo también quería jugar, hacer como ellos, pero no me dejaron.

Llegó un momento en esa atemporalidad tan linda que tiene la niñez, en que el agua empezó a entrar por la puerta; llegó otro momento en que me llegó a los tobillos. Yo no podía ver ni comprender entonces el horror en sus miradas: yo estaba encantada.  Me fui a mi habitación y me deleité al ver que ya no estaba: tenía una bonita isla. Me subí y me puse a saltar sobre la “arena”; miraba el agua con unas ganas locas de saltar, nadar con peces escondidos y tal vez, sólo tal vez, hallar una sirena. No sé cómo llegó mi madre a mi islita escondida, lo que sé es que me arrancó de ahí. Pensé “ya volveré después”, pero no volví: mi isla privada desapareció. La diversión, el misterio, todo se fue por donde entró. Cuando se fue el huracán, yo seguía siendo una niña, pero los adultos volvieron a ser adultos: barrían el suelo marrón, tratando de hacerlo blanco ¿Cómo es que el mar se hizo tierra negra? ¿Por qué no lo dejaron así? ¡Adiós, mi querida maldita infancia, vida sin tiempo, con dulce ignorancia!

Esa niña ya no está, no hay tempestad tras mi ventana: el huracán está en mi interior. No hay silencio, ni plegarias milagrosas, ni pan con chocolate cuando acaba la tormenta. Ya no hay islas de ensueño para jugar, no podré nadar con peces de colores ni abrazar a una sirena. solo quedan mi corazón— arrastrado por lo imparable, latiendo enloquecido cuando quiero que pare— y las lágrimas de Dios. Al menos ahora sé por qué llora y podemos llorar juntos.

Yanil Sabrina Feliz Pache

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