Memento mori
Memento mori
El rumor de la bicicleta rompía el silencio del
camposanto. Una niebla espesa y fría vestía esa tarde otoñal con un velo de
melancolía. Ella era inmune a esa pesadez que aletargaba con tan solo respirar;
aquellos, los que se hacían llamar “vivos”, se quedaron adormecidos junto a las
chimeneas de sus casas tristes, casi tan tristes como ellos.
Ella quería desafiarlo todo sin que nadie supiese su
nombre—por eso no te lo digo, amigo lector—ni sus intenciones: quería absorber
al máximo el gusto de la niñez que se escapaba, incapaz de entender el por qué
de ese brío desaforado que ni sus compañeros de dientes de leche y huesos de
papel entendían. Sus piernitas pedaleaban sin cesar, arrastrándola por rincones
solitarios y callejuelas vacías. Así, sin darse cuenta cómo, se vio en un
instante junto a los muros que guardaban el cementerio. Sí, era muy valiente,
pero ese lugar siempre le había producido un enorme respeto. Le aterraba sobre
todo en los días alegres de verano, cuando pensaba: “¿Cómo en un día así este
sitio sigue siendo tan triste?”. Ese día en particular, algo en su cuerpo la
atraía al interior. Quería con todas sus fuerzas quedarse en la bicicleta y
seguir pedaleando, dar media vuelta y explorar otra vez el barrio judío; pero
no. Se bajó y se acercó a las rejas negras. “Por favor, que esté cerrado”,
deseaba con todas sus fuerzas, pero sus manitas no encontraron resistencia de
la puerta.
Iba caminando, mirando sin mirar nombres de personas
que nunca había conocido y años que aún le costaba leer. Algunas lápidas
relucían sobre la niebla, tenían rosas frescas y velas encendidas; otras
estaban cubiertas de moho y polvo y era difícil leer alguna inscripción, cual
difícil era saber si alguna vez los quisieron. Caminaba, pensando que sus pasos
querían llevarla a alguna tumba en particular, mas atravesó tumbas y tumbas…se
acercaba al inicio del bosque de los cipreses. En parte se sentía mejor
alejándose de esos muertos y viendo que ninguno la invitaba a quedarse. En
parte, quería y no quería saber qué le esperaba a los pies de los árboles. El
silencio era sofocante, se le pegaba a la garganta; sólo los latidos de su
corazón rompían esa calma inquietante, preludio de…
¿Qué era eso? Había alguien tirado al pie de los
árboles. Era una mujer y estaba desnuda; el blanco de sus carnes firmes
contrastaba con el suelo negro y blando del bosque. Tenía cortadas en los
muslos y brazos, su nuca brillaba; la niña se acercó lentamente y puso la mano
en la cabeza de la mujer con miedo a despertarla, pero no tardó en descubrir
que no lo haría: estaba muerta. Su mano se tiñó de rojo. El cadáver en sí no la
emocionaba, era el descubrir quién sería esa mujer ¿Sería una extraña o alguien
a quien ella conociese? ¿Sería acaso la señorita que le servía el café a su
padre o la florista, amiga de su madre? Algo, algo le decía que no mirase, pero
su cuerpo no hizo caso de esas advertencias, para su desgracia. Giró con
cuidado la cabeza.
La niña corrió despavorida al ver su futuro: en unos
años, ella sería ese hermoso cadáver sin corazón y con la boca repleta de
gusanos.
Yanil Sabrina Feliz Pache
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