El asesinato de la señorita Mimmy
El asesinato de la señorita Mimmy
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Todos conocían al señor Prinkle. Era un hombre sumamente amable: siempre sonreía. Nunca en los 36 años de su existencia nadie le había visto otra expresión que no fuese una cálida sonrisa ni palabras que no fuesen dulces. Siempre estaba ahí dispuesto a ayudar: ayudó al viejo señor Olman en la cosecha en esos meses en que la artritis le masacraba, atendió la tienda de la señora Fanny cuando tuvo que cuidar de su hija enferma, siempre dio agua y comida a los perros callejeros, huesudos y sofocados bajo el intenso sol de verano... y todo siempre sonriendo. Sencillamente, alguien excepcional.
Nada lo perturbaba. No tenía mucho dinero: la granja le daba lo justo para vivir, especialmente en un sitio tan agreste. No tenía esposa ni hijos, ni siquiera había tenido una novia. Pese a ser una persona grata, siempre fue retraído y solitario. Pero nunca, nunca se quejó de nada.
Por eso, nadie se extrañó de que él fuese el asesino. Todos lo esperaban: en algún momento explotaría, de alguna forma. No se sabía cuándo ni cómo pero alguna barbaridad ocurriría, tarde o temprano, fruto de sus manos.
Bueno, no todos lo entendieron tan bien. Una persona no era capaz de introducir explicación alguna en su cabeza: el padre de Mimmy. Tan pronto descubrió el hecho, se puso como una fiera. No se sabía qué era lo peor: si las lágrimas afiladas que rasgaban sus almas conmovidas o los gritos endemoniados pidiendo justicia inmediata.
Así pues, ese rostro sereno e impasible fue escuchado por un jurado y un pueblo expectante. Con el corazón hecho un puño escucharon atentamente cómo su cuchillo, el mismo que tantas veces cortó huesos y miembros de cerdos y gallinas para los caldos y guisos de esa bella joven, fue el que la despedazó.
Esas caderas que se contorsionaban con gracia, esos ojos prístinos, los labios y mejillas sonrosadas, el pecho de alondra... todas esas partes blanquecinas que eran bellas en su conjunto, ahora estaban repartidas en el campo.
La razón sólo lo hizo más duro de tragar: tener que ver a una joven tan bella, que reía, lloraba, rabiaba, sentía angustia... mientras que él se hallaba atrapado en su propio ser, sin hallar una salida clara para su dolor amorfo. Nadie entendía nada, salvo que aquél era un crimen raro de un pobre hombre raro.
Prinkle terminó cayendo en manos de un verdugo joven e inexperto, lo cual hizo de la ejecución un proceso largo y doloroso, rozando lo dantesco. Fue una ejecución extraña. Sólo la sed de sangre del padre fue saciada; para el pueblo, tanta sangre le daba indigestión.
Fue una venganza muy triste, donde se tenía tanta pena por el asesino como de su víctima.
El pueblo permaneció el mismo: un suelo arenoso, aire seco, sol ardiente... Por desgracia, sus habitantes no: ellos se hicieron uno con el paisaje, totalmente deprimente.
Yanil Sabrina Feliz Pache
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