Memento mori
Memento mori El rumor de la bicicleta rompía el silencio del camposanto. Una niebla espesa y fría vestía esa tarde otoñal con un velo de melancolía. Ella era inmune a esa pesadez que aletargaba con tan solo respirar; aquellos, los que se hacían llamar “vivos”, se quedaron adormecidos junto a las chimeneas de sus casas tristes, casi tan tristes como ellos. Ella quería desafiarlo todo sin que nadie supiese su nombre—por eso no te lo digo, amigo lector—ni sus intenciones: quería absorber al máximo el gusto de la niñez que se escapaba, incapaz de entender el por qué de ese brío desaforado que ni sus compañeros de dientes de leche y huesos de papel entendían. Sus piernitas pedaleaban sin cesar, arrastrándola por rincones solitarios y callejuelas vacías. Así, sin darse cuenta cómo, se vio en un instante junto a los muros que guardaban el cementerio. Sí, era muy valiente, pero ese lugar siempre le había producido un enorme respeto. Le aterraba sobre todo en los días alegres de veran...