El día que no tomó café

El día que no tomó café

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¡Cómo le avergonzaba al viejo Morris tener que ir en taxi en su propia ciudad! Aquel sitio debía ser "la dimensión desconocida". El taxista, un amable señor jamaiquino de mediana edad, lo dejó en la puerta del restaurante faltando cinco minutos para la cita. El señor Morris miraba por doquier, conteniendo la emoción infantil que le embargaba; "Después de tanto tiempo...", pensaba, buscando su gotita en aquel río de cuerpos en movimiento perpetuo. Muchas veces se preguntaba cómo aquella masa humana podía tener unidades tan diferentes, con diferentes destinos y seguir un movimiento tan a la par, tan...mecánico.

En un instante, su corazón saltó, giró su cabeza y enfocó sus ojos en un punto la acera: una figura caminando con paso decidido directo hacia él. Todos los días se miraba al espejo y estaba conforme con lo que veía, pero ella lo cambiaba todo: su imagen era el reflejo de su vejez.

Finalmente. Después de tantas llamadas, al fin había contestado, al fin había decidido verlo. Daba igual que hubiese ido por pedirle dinero, lo importante es que era real y estaba ahí.

-¡Mónica!- gritó suavemente.
-Hola papá- dijo sin separar los ojos del mensaje de texto que escribía- ¿Entramos?
-S...sí, claro-dijo mientras la seguía. Sus mejillas se quedaron nostálgicas, le faltaron los dos "besos". 

El camarero abrió la puerta. Los llevaron a una pequeña mesa de madera, con dos sillas completamente diferentes; de hecho, ninguna silla ni mesa en todo el local era igual. La palabra "Bistrot" evocaba en él vistas parisinas, de mesas blancas junto al Sena y con vistas a la Torre Eiffel (nunca había ido, pero así lo imaginaba). Pero ese sitio no tenía nada que ver con eso: madera por todas partes,vasos de hojalata como floreros, tuberías a plena vista, pintura amarillo canario y azul eléctrico esparcida en sitios aleatorios ¿Acaso intentaba parecer antiguo y ser moderno? En su opinión, no lograba ni lo uno ni lo otro. Sin embargo, esa fue la elección de Mónica y estar con ella valía más que todo eso.

El camarero se acercó a la mesa unos minutos después. Era un chico joven, rubio, con un aro en la oreja; llevaba una camisa azul y un delantal negro, del cual sacó dos trozos de un papel amarillento y plastificado. Mónica soltó el teléfono (que, por cierto, no había dejado desde que entraron al restaurante) y tomó la carta. El señor Morris tomó el pequeño papel, intentando descifrarlo y ver algo conocido ¿Acaso no servían allí un buen filete o un potaje caliente?

Minutos después volvió el chico, sacó un aparatejo, ninguna libreta a la vista, para tomar los pedidos. Mónica disparó su pedido rápidamente, pero el pobre señor Morris no sabía qué decir.

-¿Qué me recomiendas Mona?-preguntó con cara de borrego.
-Ay papá, yo qué sé, eso depende de tí.
-Sí, pero...
-Señor-dijo el camarero-le recomiendo el regout con polenta, es bastante blando, fácil de masticar, y puedo pedir en cocina que no lo hagan muy especiado para usted.
-Sí, tomará eso ¿No papá?

El señor Morris aceptó con un movimiento de cabeza; su pena le impedía hablar; bastante viejo se sentía para que se lo recordasen. Cuando el mesero se fue, un silencio pesado como plomo inundó el ambiente. Miraba a esa mujer, de pelo castaño y piel tersa, sin ser capaz de hallar a su niña. Ya no recordaba el azul de sus ojos ¿Era acaso como el cielo en que volaban cometas de verano? ¿O como el agua del lago donde solían ir a nadar? ¿Por qué le negaba su propia hija una mirada? "Hija, no sé qué habrás hecho, pero te perdono ¡Tan solo mírame!", pensaba el señor Morris. En medio de sus pensamientos, se fijó en las margaritas sobre la mesa:
-Son hermosas esas margaritas ¿Recuerdas cuando íbamos a comprar margaritas para el día de la madre? A ella le encantaban las margaritas...
-Papá, basta.
-¿El qué? ¿Hablar de margaritas?
-De mamá. El médico dijo que nada de emociones fuertes.
-Pero si estoy...

El mesero llegó para interrumpirlos. La comida pasó en el mismo silencio plomizo, en medio de una suave música jazz, risas de ricachones y los besos de parejas enamoradas. En esos momentos deseaba que su hija fuese un taxista jamaiquino: ella le hablaría de su marido, sus juntas ejecutivas, su casa de lujo y sus planes de remodelar su casa de campo (para eso necesitaba su dinero); él le hablaría de sus paseos por el vecindario, su juego de bingo todos los jueves por la noche y su idea de viajar y conocer el mundo. No, su hija no era como ese caballero, ya no. Las únicas palabras que le dirigía eran para concretar citas donde cuidaría de su nieta recién nacida, mientras ellos (su hija y su yerno el Sr. importante) iban a tomarse un descanso.

La comida estuvo bastante buena, aunque demasiado "moderna" para su gusto. Ahora sólo quería su café; nada de dibujos con espuma ni tazas más grandes que sus manos: sólo un café con azúcar.

-¿Todo bien?-preguntó el camarero.
-Sí, todo delicioso-dijo Mónica.
-¿Algo más?
-No, gracias, sólo la cuenta-dijo ella, ignorando los labios entreabiertos de su padre.

En un platito de metal llegó la cuenta con un par de caramelos de jengibre encima. Mónica salió, con el pretexto de hacer una llamada urgente. El señor Morris pagó la cuenta (como solía pasar cuando comían juntos). "Bueno papá, me voy", fue lo único que su hija le dijo, junto con un gélido frío en la mejilla. Allí quedó él, congelado, mientras su hija y el mundo seguían su supuesto curso natural.

Al verla alejarse, el señor Morris veía los sueños, fantasías y esperanzas de una vida escaparse ante sus ojos. Vio a la asesina del arquetipo de su hija, pero no el cadáver al que llorar. En ese instante sintió su soledad y lo supo: siempre recordaría ese día como el más triste de su vida, el día que no tomó un café después de comer.

Yanil Sabrina Feliz Pache
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