Te decepciono

Te decepciono



Un manto de arena dorada, casi blanca, resplandeciente por el sol, marcada por huellas sangrientas. Zahar había caminado tanto que ya era parte del desierto ¿Serían horas, días o semanas? Daba igual: el tiempo era parte ya de sus espejismos. Todo era arena, sol y sangre; blanco, azul y rojo. En medio de esa trinidad, el caqui de su sombrero de explorador, único resguardo que tenía su cuerpo de niño ante los rayos asesinos.

Hacía tanto tiempo, no sabía cuánto; sólo le servía como medida el número "mucho"; cuando las voces en su cabeza le preguntaban "¿Hace cuánto caímos aquí? ¿Cuánto nos falta para salir?", usaba su número "mucho" y las callaba. Hacía mucho que había caído y empezado a andar; el camino se mantenía infinito, pero cada vez era más arduo y sus fuerzas de joven eran cada vez menos. Se fue despojando de lo que lo molestaba: desde el chaleco hasta los sentimientos. No valía llorar, quejarse ni sufrir: había que sobrevivir. Lo único que llevaba era la ropa que lo protegía, el mapa y su cantimplora; todo lo demás ya había sido destruido por el sol o el cansancio. 

Rojo. Un punto rojo. Un punto rojo en medio del desierto, entre la arena reluciente y el azul cegador del cielo. No era un espejismo ni era su sangre ¿Qué rayos era eso? A cada paso el punto se hacía mancha, la mancha cobraba forma y la forma era una rosa. Era la más bella del mundo: sus pétalos y su color eran casi mágicos, pese a que estaba casi seca. Parecía que tenía rostro: era una faz joven y hermosa, mas las arrugas de la pena y la deshidratación la hacían ver tan vieja y acabada. 

Necesitaba agua. Zahar sacó su cantimplora y la sostuvo en el aire: pesaba justo lo que la flor necesitaba, nada más que un chorro. Pasó su lengua sobre sus labios resecos, tan áridos como las montañas que había abandonado en búsqueda del tesoro. Es como si pudiese ver la choza de la familia; sus padres estaban tan emocionados con la oferta de Zahar, que él, el Benjamín, se lanzase a la aventura para traer la fortuna que legaba el abuelo moribundo ¿Por qué se habría ofrecido? ¿Por qué no lo habría hecho su padre? No quería decepcionar a nadie y sólo era un desierto. Craso error, ahora lo veía.

Sentía que él era esa rosa bella y marchita, con poco tiempo de vida; estaba tan mareado, tan sediento, pero el agua que quedaba no bastaba: o moría uno o morían los dos. Zahar levantó la cantimplora, presentándola al cielo, medio ofrenda y medio pidiendo clemencia; y con velocidad felina, escapando al remordimiento, se bebió el agua de un sorbo. Miró la flor, mirándolo con decepción, a él le daba igual. No siempre puede estar mal, su miedo casi lo mata y para matarlo tenía que matar. 

"Lo siento", le dijo a la rosa. Una lágrima se deslizó de su rostro y cayó justo donde estaba la rosa. Cuán grande sería la sorpresa del pequeño Zahar al ver la flor cobrar vida en un instante, las raíces engordar y alzarse sobre la arena, formar una puerta y la rosa volverse llave. El pequeño cortó la rosa y abrió, descubriendo un bello oasis, y en el centro un cofre repleto de joyas y diamantes, custodiado por una princesa. El tesoro estaba en sus manos, tuvo que sacrificar sus miedos, pero al fin lo había encontrado.

Al salir, la princesa llevó a Zahar a su castillo, en promesa de una vida mejor. Zahar aceptó, a condición de que su familia le acompañase. Así, el niño y su familia vivieron felices para siempre en un reino de ensueño, sin ningún problema, preocupación ni carencia. Zahar descubrió que a veces hay que decepcionar, pues aunque parezca egoísta, puede que sea la única opción.

Yanil Sabrina Feliz Pache 


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