Enemigo
Enemigo
Lo odiaba. Cuánto lo odiaba. Su sonrisa sarcástica, sus comentarios como pequeñas espinas; de esas que, o son sumamente molestas o que pueden llegar a herirte profundamente. Detestaba su mirada entre irónica y malvada, dependiendo del aura que le rodease ese día. Detestaba cómo se quejaba de sus padres, cómo coqueteaba descaradamente con el destino...
Un día no pude más. Mientras hacía otra de sus anécdotas vestidas de locura a la que él le imprimía un aire de comedia con sus movimientos teatrales, lo llamé a solas. Tenía que decírselo:
-¿Por qué eres tan despreciable? No sabes cuánto me repugnas. Te odio, aunque no sé por qué.
Su primera inpresión (shock) desapareció en un tris con una sonrisa de esas sin sentido que solo a él le queda bien.
-¿Quieres saber por qué me odias?-me dijo.
-Si.
-Porque soy el reflejo de tus peores defectos y todas las virtudes que no te atreves a buscar.
Mi sorpresa fue evidente. Pero me hizo reflexionar. Mi mente tuvo una larga charla con la almohada esa noche fría. Ahí me di cuenta.
Cuánta razón. Muchas veces, lo que odiamos en el otro no es más que la imagen plasmada en persona de nuestros peores defectos, esos que luchamos día a día por mantener a raya. Es como si tus peores demonios se materializaran en otra persona.
Pero también pueden ser una muestra de eso que decimos que no podemos hacer. Aquello con lo que soñamos pero que no nos afanamos por hacer realidad, esa persona lo posee y ejecuta con naturalidad.
Allí aparecen la envidia y la rabia, ambas hermosamente ataviadas, juegan con nosotros haciéndonos creer que esa persona es maligna. Y aunque es innegable que algunas personas llevan un rumbo descarriado y son singularmente oscuras (decididas a causar el mal con tal de ocultar su propia debilidad, envidia, rabia o tristeza) con muchas de las que nos rodean en el día a día deberíamos detenernos un momento, bajar la guardia de nuestro orgullo y tratar de buscar el reflejo en el opuesto.
Pero ante todo, me hizo darme cuanta de algo más: mi peor enemigo soy yo mismo. El otro me puede hacer tanto daño como yo le permita. Cuando el enemigo ataca, lo repruebo y/o me defiendo. Pero cuando me ataco yo ¿qué defensa vale?
Me queda mucho que aprender. Es muy duro reconocer las debilidades propias, por eso aún no me he disculpado con ese enemigo silente. Pero creo que el simple hecho de abrir los ojos y guardar el silencio ante la ofensa que nunca existió más que en mi mente, con eso ya he comenzado.
¿Te animas a mirar más allá?
Yanil Sabrina Feliz Pache
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