Bajo los cipreses

Bajo los cerezos

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Bajo los cerezos ella se sentó, una tarde de primavera.

El dulce aroma de las flores llenaba sus pulmones. Paz era todo lo que sentía.

Todo hasta que lo vio. Un ángel para sus ojos, un demonio para su vida. 

Bajo los cerezos, él la contempló, serena y solitaria. Algo vio en sus ojos: una mirada infantil en un cuerpo de señorita.

Él se le acercó, con esa mirada pícara y sonrisa amistosa. 

Hablaron por horas, dos perfectos extraños, como si fuesen amigos de la infancia.

Bajo los cerezos su inocencia murió, asesinada por los labios del Adonis. Lo que se levantó, cual espectro, fue la ilusión del primer amor.

La brisa de la primavera compartía las caricias. Los troncos miraban con nostalgia aquella cabeza joven recostarse en aquel pecho musculoso. El rosa de las flores no se comparaba al rubor de sus mejillas.

El aire se impregnó de mil promesas y juramentos, de amores eternos so pena de muerte. 

Bajo los cerezos él la abandonó. Tan sola como lo conoció, así la dejó. Salvo una gran diferencia: ya no era la misma niña. Ahora era una mujer con un corazón destrozado. 

Las raíces fueron regadas una vez más con lágrimas amargas, por primera vez las de ella.

Bajo los cerezos su esperanza murió. Aquel se volvió el cementerio de su alegría. Otros se acercaron después, con promesas de restaurarla. Pero con la muerte de su inocencia, nació su perspicacia.

Ninguno, ni su ángel negro ni los demás, ninguno. Ninguno la miró nunca a los ojos. Ellos querían mirar las curvas de sus caderas al caminar entre los árboles, la de su pecho creciente o de sus muslos al sentarse. Ninguno quería ver realmente la curva de su sonrisa o de sus ojos al reír.

Bajo los cerezos otro hombre la encontró. Rota. Muy rota. Y amarga. Muy amarga.

Ella no quería nada con él. Él no tenía intenciones oscuras. Le costó mucho reconstruirse y creer en sus palabras. Mucho tiempo, antes de descubrir que él no quería romperla más: quería reconstruirla, para que volviese a ser tan bella por dentro como lo era por fuera.

Una parte de ella no regresaría jamás. Pero él le regresó otra. La que más extrañaba, la que más quería: su fe, su felicidad.

Bajo los cerezos, ella recordó. Aquel que hace años creyó la destruyó. Tal vez la recordaba. Ilusa ella, lo sabía. Ahora él estaría persiguiendo otras faldas, arrancando nuevos besos.

Ahora le daba igual. Después de mucho tiempo, lo perdonó. No por haberlo olvidado: sino por recordarlo sin dolor.

Bajo los cerezos ella se sentó. Un bello día de primavera. En los brazos de su verdadero amor, en sus brazos: el fruto del mismo.

Yanil Sabrina Feliz Pache

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