El amante de Tánatos

El amante de Tánatos

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Un murmullo gutual resonaba sobre el goteo. Cada segundo más intenso, más prolongado. Sobre ese pequeño tic, tic.

El doctor lo escuchaba perfectamente tras la puerta. Sostenía la manija de la puerta, la apretaba con fuerza. Ojalá se rompiese el acero y le impidiese atravesar esa puerta maldita. Pero sabía que era imposible: su paciente le esperaba.

"Aah"; la misma recepción de siempre. Los gemidos de dolor del señor Qudep. Un viejo más aquejado por los dolores del cáncer pancreático. El dolor en su abdomen se había vuelto un auténtico martirio.

-Hola Pete ¿Cómo se encuentra hoy?

Lo que solía ser una pregunta de educación y protocolo, ya se sentía cada día como un estúpido e insensible error.

-¿Cómo cree, doctor?- le respondió con la misma mirada fría, suplicante.
-Bueno, aquí tengo algo que le hará sentir mejor.
-Usted sabe perfectamente qué es lo que me hará sentir mejor.

Vaya sí que lo sabía el doctor; por eso no podía dormir por las noches.

-Ya hablamos de esto. No puedo hacerlo.
-No quiere hacerlo, es diferente. Podría hacerlo y que nadie se enterase; podría decir perfectamente que es mi deseo, podría leer la carta que está escrita y doblada dentro de la biblia bajo mi almohada. Podría hacer todo eso, pero no quiere.
-Va contra las reglas y mis principios...-intentó volver a explicarle lo que le había dicho mil veces.
-¿Qué es lo que va contra sus principios? ¿Dejar sufrir penitentemente a una buena persona? Fui un hombre honrado, me casé con una buena mujer, tuve unos preciosos hijos y nietos, gané suficiente dinero como para poder mantenerlos cuando me vaya...
-Señor, no deberíamos volver a esto. Si quiere puedo contactar con la señorita Brind...
-¡No! ¡No más psicólogos! ¡No estoy loco, estoy muriendo! 
-Tranquilo señor...
-No estaré tranquilo hasta que no esté en el otro mundo. Hágalo ya, termine con mi sufrimiento y el de mi familia.
Por su familia es que no lo hacía. No podría soportar los ojos doloridos de la señora Qudep; se ve que fue una mujer hermosa en sus días. Y sus hijos, sus nietos. Elegantes, educados. Cada día iba alguno de ellos con globos coloridos, rosas y tarjetas de "Que te mejores", aunque sabían que eso no pasaría. Seguían esperando un milagro con el corazón; pero la mente destruía sus deseos.

No era capaz de acabar con su esperanza.

-Me falta el coraje Pete.
-¿Coraje? ¡Lo que te falta es un par de pelotas! ¡Tú maldito, yo desgraciado! ¡Toma esa jeringa y termina ya con mi tormento!
La voz del anciano se quebró; comenzó a llorar desconsoladamente. 
El doctor cerró los ojos mientras lo escuchaba gimotear. No los abrió mientras llenaba la jeringa con 2 gramos de morfina. No miró cuando clavaba la dosis letal en la piel arrugada. Simplemente lo clavó en el tubo. Y escuchó mientras los gemidos se apagaban. 

Intentó ayudar cuando llegó el equipo de resucitación. Pero sabía que de nada serviría. Era sólo un esfuerzo por limpiar la sensación de suciedad homicida que manchaba su ser.

Acogió las lágrimas de la viuda y su familia. 

Cuando todo terminó, cuando todos se fueron, finalmente quedó sólo con el cadáver. La coraza profesional se rompió. Lloró mucho. Como si una parte de él mismo hubiese partido con ese pobre viejo. 

Justo antes de salir, juró haber escuchado algo. Un frío intenso recorrió su espalda, un escalofrío tenebroso con esas palabras que llegaron a su oído:

"Gracias, doctor"

Yanil Sabrina Feliz Pache 

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